Muñeca brava
Sos un biscuit de pestañas muy arqueadas
muñeca brava bien cotizada.
Sos del Trianón, del Trianón de Villa Crespo,
milonguerita, juguete de ocasión.
Enrique Cadícamo
La música de Buenos Aires se escapaba por las puertas abiertas del improvisado salón de baile del pub de la esquina de Junction Road y Dartmouth Road, cerca de la estación de Tufnell Park.
José marcaba el ritmo del tango con las palmas de las manos, mientras que su voz se escuchaba por encima de la música diciendo:
—Uno, dos, uno. Mover el pie izquierdo, lentamente hacia dos, tres, dos. Ahora con el derecho dar un paso también hacia adelante, pero solo recorriendo la mitad de la distancia. Tac, tac, tac. Repetir el movimiento con el mismo pie —siguió— tres… con el pie derecho dar un paso exagerado hacia el costado, abriendo las piernas de manera tal que le permita al compañero introducir su pierna entre las del otro, tirando una patada asustada…
—¿Escuchaste bien? Patada asustada —dijo El Tuerca.
—Te avisé que este lugar iba a oler a nostalgia bostera —contestó Luis.
—Se parece al salón de baile de los Bomberos de Echenagucía, en Gerli, más que a las cantinas de La Boca.
Un póster anunciaba: “Clases magistrales de tango, María y José LOS ESPERAN”. Debajo del texto, una foto de ellos bailando en el salón de baile de la confitería La Ópera, en la calle Florida de Buenos Aires.
—Bíblicos los bailarines —comentó Luis.
—Erotismo en movimiento.
José explicaba los pasos que se debían hacer para bailar el tango. María lo miraba silenciosa. El bandoneón de Aníbal Troilo desprendía melancolía en la noche fría de Londres. En el centro del salón, varias parejas seguían las instrucciones con movimientos controlados y torpes. José estaba engominado a lo Carlitos Gardel, él la tomó por la cintura, milonguearon… Sus cuerpos prometían sin conceder.
Luis se puso pálido.
—Estoy emocionado estoy —dijo —. Se sacan chispas se sacan.
Cuando las luces se encendieron, las mujeres se sentaron alrededor de las mesas, mientras que los varones se quedaron flotando en pequeños grupos en el medio del salón.
—Al gran pueblo argentino, ¡salud! —dijo Luis.
—¡Quién diría! Antes exportábamos vacas, ahora la música de tango.
—Loco, es lo mismo. Esta gente tiene deseos carnales.
El Tuerca odiaba el tango porque reiteraba la historia de la mujer que le mete los cuernos con el mejor amigo; él la perdona sin matarla, o después de matarla va a vivir a la casita de los viejos con la mamá.
En su juventud le había gustado la cumbia de Los Wawancó, no el tango, esa música de viejos. Recuerda, sin resignarse, el recital que se perdió en el club Independiente de Avellaneda por no tener dinero para la entrada.
Luis prefería los tangos clasistas, esos que la piba del barrio –a la que el almacenero le robó un beso cuando eran adolescentes– lo abandona por un bacán que se la lleva a vivir a Barrio Norte. Cuando se separan, ella se gradúa de puta de ricos, mantenida por “nenes bien” que le bancan las pilchas y el champán. Pero el tiempo, amigo de los amantes desechados, la destruiría; la belleza se le marchitaría hasta quedar arrugada como una pasa de uva. Entonces, tatatan… nadie la va a querer vieja, fané y descangayada… Venganza a largo plazo.
—¿Qué quiere decir fané? —preguntó Luis.
—Estropeado —contestó El Tuerca.
—Bajemos al pub a tomar cerveza…
Corrieron escaleras abajo y se tiraron sobre los sillones de terciopelo violeta. Cuando se estaban acomodando sobre los asientos, antes de que El Tuerca pudiese pestañear, se sentó a su lado un gigante de piel rosada que hablaba gesticulando nerviosamente.
—¿Sudamericanos?
—Sí, del sur, Argentina.
—¿De dónde?
—Porteños —dijo El Tuerca.
—¡Ah! yo estuve en Buenos Aires —dijo extendiendo su mano a modo de presentación—. Richard, Richard Mc Pierse. La Boca, casas de colores muchos. ¡Ah! bellas las muchachas de Constitución.
—Luis Llanos.
Sentado con la tranquilidad que suelen tener los indiferentes, El Tuerca le extendió la mano.
—Cerveza para tres —dijo el gigante, levantándose—. ¿Cuánto tiempo llevan viviendo en Londres?
—Mucho —dijo El Tuerca.
Richard había nacido en Londres, sin embargo se sentía escocés porque sus padres eran de Glasgow y habían venido a Londres con la esperanza de trabajar. Soñaron con ahorrar dinero durante algunos años para comprar una casa en Escocia. El paraíso que fueron a buscar resultó un infierno de techos con goteras y lauchas en los entrepisos, las que asomándose a la cocina, en sus corridas nocturnas, cagaban dejando pruebas de sus pasos.
Alzando las pintas de cerveza brindaron.
—Salud —se escuchó tres veces.
—¿El Tuerca es tu nombre? —preguntó el escocés.
—Me llamo Daniel Estorqui, alias El Tuerca. Soy mecánico de autos y en Buenos Aires a los fanáticos de los autos se los apoda “Tuerca”.
El pub olía a cerveza rancia; el hedor se desprendía de las alfombras y los asientos de terciopelo violeta. “Quizás es pis de borracho”, pensó Luis.
Detrás de la barra, una jovencita pecosa atendía a los clientes, sirviendo con una mano y cobrando con la otra, corriendo en los dos metros cuadrados de espacio que tenía a su alrededor. Luis la miró y pensó en los peces de colores que van de un lado al otro de la pecera, sin golpearse, girando en el momento preciso para esquivar la pared de vidrio.
El gigante escocés confesó:
—Me gustaría acostarme con ella.
Luis y El Tuerca se miraron con complicidad.
—¿La bailarina o la camarera? —preguntó Luis—. La bailarina es la pareja del bailarín y la camarera es demasiado joven.
—María, es socia de José en la escuelita de tango, no su pareja —dijo Richard.
Sonrió satisfecho, mirando hacia atrás compulsivamente, como esperando una sorpresa que no llega.
El escocés había llegado a Buenos Aires en 1972 después de cruzar el océano Atlántico en el Hope, un barco de bandera liberiana y tripulación internacional. Anclaron en el río Matanza, en la Vuelta de Rocha, en el puerto de La Boca.
Una tarde húmeda de Buenos Aires, de esas que transpiras solo por respirar, salió a pasear con sus compañeros de ultramar. Entraron en un bar de la avenida Colón. Iban dispuestos a celebrar, y celebraron hasta que el alcohol desató una batahola brutal entre los parroquianos, donde todos se peleaban contra todos. Volaban sillas, mesas, vasos y botellas. En el medio de la batalla sintió chocar un puño sobre su pómulo, que estalló en un moretón rojiverde. Después le fue difícil recordar. Se desvaneció mientras los golpes le seguían lloviendo por todo el cuerpo; al caer atinó a cubrirse la cabeza.
Exhaustos de alcohol y violencia, decidieron terminar la riña como había comenzado, incomprensiblemente.
Regresaron al Hope arrastrándose por las calles de adoquines.
Al capitán no le resultó difícil adivinar qué había pasado al verlos llegar ensangrentados y sucios. Sabiendo que su control sobre la tripulación era limitado, trató de esclarecer el motivo de la gresca ocultando su furia.
Richard estaba agotado por los golpes y el alcohol y decidió desembarcarse antes de enfrentarse con el capitán a quien odiaba. Fue a su camarote, juntó sus pertenencias en una bolsa sucia, la llenó de ropa sucia. Bajó la escalera y, antes de pisar los adoquines de la calle del puerto, se dio vuelta y escupió en dirección al Hope.
Quedó varado en Buenos Aires sin rumbo. Caminó en medio de la calle que bordea el Riachuelo, en el barrio de La Boca. Trabajó para sobrevivir, hasta que un día en un bar de El Bajo, en la calle Tres Sargentos, entre putas y vino, conoció a Bernard Brine, un francés Pied Noir, ex miembro de la OAS en Argelia, contrabandista en Argentina.
Conversaron en una mezcla de inglés, francés y castellano etílico. Se hicieron amigos, y Bernard le ofreció ayudarlo. Richard aceptó la oferta estirándole su mano abierta para sellar el acuerdo de malandras.
Bernard organizaba los viajes a Perú y los financiaba. Iban a Lima o a Arequipa, donde él tenía contactos. Compraban todo lo que podían y regresaban a Buenos Aires para venderlo a los puesteros de la placita de San Telmo. Richard debía aprender; bue’… no había mucho que aprender; el comercio tiene sus leyes y son muy simples: engañar dos veces, mentir para comprar barato y mentir para vender caro.
El riesgo estaba al cruzar la frontera; pero nunca tuvieron problema. Los gendarmes los miraban, miraban los pasaportes y los dejaban seguir, sin sospechar que llevaban objetos de valor en el hueco de la pata de palo de Bernard y también en las maletas.
—Bernard era un hombre misterioso, era hijo de colonos franceses —dijo el escocés.
El Tuerca se tiró sobre el respaldo del sofá y dijo con sorna:
—No me gusta nada ese francés.
—¿Por qué?
—Porque a los de la OAS les patearon el hormiguero en Argelia y se dispersaron por el mundo ofreciendo sus malas artes.
El escocés se encogió de hombros, señalando que a él no le importaba si Bernard, además de contrabandista, había sido torturador o cura. Sumido en silencio, su mirada se dirigió hacia la llegada de María y José.
Luis los invitó a sentarse con ellos. María Kodinski había nacido en el barrio de Barracas, cuna del tango. La rusa era una flaca de aire ausente. Los cabellos de color indefinido le caían sobre los hombros. La piel blanca enfermiza contrastaba con la salud del cuerpo, y sus piernas eran un nudo de nervios que José desanudaba cuando la tenía entre sus brazos y el ritmo del tango despertaba al animal que había estado durmiendo en su interior.
José no era argentino ni uruguayo, tampoco se llamaba José; era serbio, y se llamaba Ragan. Había aprendido a bailar el tango con María en Londres.
El Tuerca le preguntó a Richard si el barco que lo dejó en Buenos Aires era de la marina mercante.
El escocés sonrió sin responder. Luego, dirigiéndose a María, dijo:
—No sé nada de ustedes.
Ella cerró los ojos esforzándose en reconocer esa voz.
El taller mecánico de El Tuerca quedaba en Camden Town. En la entrada hay un revoltijo de autos retorcidos y un cartel oval anunciando: Reparaciones de Automóviles El Ortiba
El Tuerca lo llamaba “La cueva de Malevich”, porque tenía las paredes negras, el piso negro con charcos de agua estancada que al mezclarse con el aceite reflejaban un arco iris indefinido. Hasta su cara y manos se ennegrecían cuando reparaba los motores negros por el aceite sucio.
Luis juntaba palabras por encargo. Estaba escribiendo cuentos plagiando el estilo de Marcel Aymé para unos publicadores de reputación dudosa, quienes de tanto en tanto descubren una obra inédita de algún escritor muerto.
Luis le preguntó a José cuál era su tango preferido.
—Muñeca Brava —dijo el serbio sonriéndole a María que había estado callada.
Richard salió a la calle a fumar.
—Ese tipo no me gusta —dijo María añadiendo—; hay algo familiar en su voz que me aterroriza, reminiscencias de un pasado que quiero olvidar.
Luis asintió.
—Es raro, pero vos le gustas. Huele a hijo de puta.
La joven pecosa salió de detrás de la barra para juntar los vasos vacíos que estaban sobre la mesa, y les dijo:
—Hablen solo lo necesario. Dicen que Richard es espía.
María imperceptiblemente tembló de odio.
Richard regresó a sentarse en el sofá.
Dispuesto a irse con María, después de compartir cervezas y medias sonrisas, se animó a invitarla a seguirlo.
—¿Para qué? —preguntó María con sorna.
—Para alimentar las hormigas.
—¿Hormigas?
—Sí, tengo hormigas marabuntas del Brasil. Fueron atrapadas en Nova Aruipa, una población pequeña a unos doscientos kilómetros de Manaos y se las llama “hormigas de fuego”. Son asesinas. Fueron alimentadas con uñas para que ataquen a los seres humanos; es decir, atacan las uñas y después devoran el resto.
María lo miró sorprendida, pensando: “qué macabro”.
El escocés, levantándose, sacó unas tarjetas del bolsillo del pantalón. La tarjeta tenía la foto de un mono y decía: Richard Mc Pierse, contrabandista de animales exóticos.
María, aceptando la invitación, le dijo:
—Bueno, vamos a alimentar a las hormigas.
Salieron del pub perdiéndose en la oscuridad.
El Tuerca, José y Luis se preguntaban por qué María se había ido con el escocés.
—María tiene muchos odios —dijo José, como si supiese algo que no quería compartir.
Tres días después, Luis llamó por teléfono a El Tuerca.
—¿Leíste el diario?
—No.
—Descubrieron el esqueleto de Richard en su departamento. No se sabe cómo murió, aunque la policía sospecha que fue devorado por hormigas. Solo hay vestigios de ellas, pero no han podido encontrar ninguna. El cronista ironiza, preguntándose cómo llegaron las hormigas marabuntas al departamento. Tampoco puede explicarse por qué el reproductor de CD repetía el tango Muñeca Brava.
Quedaron en encontrarse en el pub por la tarde.
Estaban tomando cerveza cuando vieron entrar a María, resplandeciente.